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jueves, 3 de diciembre de 2015

Una travesía por la cornisa en las alturas de los Andes.



Las cruces se amontonan sobre el borde de la serpenteante ruta colindante con el abismo, durante buena parte de las siete horas de viaje en combi a través de esta anfractuosa vía. Un mínimo desvío del camino de esta carretera de un solo carril en dos sentidos nos haría caer al vacío, y quién sabe cuándo nos sacarían de ahí abajo, si es que se molestaban en ir a buscarnos.
En algunas carreteras bolivianas y peruanas perduran todavía carrocerías de autos, e incluso restos humanos abandonados en lo profundo de algunas de estas enormes grietas que dejó el levantamiento andino. Es una experiencia vertiginosa que puede poner los pelos de punta.
En mi regreso a Machu Picchu, decidimos poner un toque de aventura por puro placer, en respuesta a lo caro que resulta pagar a una agencia para realizar el camino del Inca. Descartamos llegar en tren -la vía de acceso en mi primera oportunidad- porque también es costoso, además de carente de emociones para dos treinteañeros con ansias de explorar.

Pagamos el pasaje a una de las tantas agencias que hay en las galerías de Plaza de Armas, y la combi fue a buscarnos temprano al día siguiente por el hostel Dragonfly. Había pasajeros de muchas partes del mundo: asiáticos, europeos, y nosotros dos, los uruguayos.
Con la cámara filmamos algunos videos interesantes que retratan las sensaciones que experimentamos durante este viaje que unía Cusco con la ciudad de Santa María, y ésta última con Santa Teresa, para luego iniciar una caminata de 10 km desde una represa hidroeléctrica hasta Aguas Calientes, o "Machu Picchu Pueblo", una localidad turística con aguas termales al pie del sitio sagrado de los Incas.
Al salir de Cusco el camino comenzó a ponerse escabroso y nuestro chofer parecía empeñado en adelantar vehículos. Conducía a una velocidad que nos pareció desmedida dadas las condiciones del terreno. Entiendo perfectamente que estos conductores están habituados a hacer esto todos los días, pero eso no impide que la adrenalina se apodere de mis sentidos. Es una sensación real. Te puedes caer. Y en este lugar, no tienes el control, como nos pasaba en camino a los Yungas en Bolivia, donde íbamos en poder de una bicicleta amos y señores de nuestros destinos. Aquéllo nos brindaba más seguridad, ahora dependíamos de otro.

El paisaje es bellísimo, verdes montañas, pared de cientos de metros de roca a un lado, abismo al otro, saltos de agua que caen de las laderas, improvisados puentes de una madera que parecía suelta, puestos para sortear algún pequeño río que baja serpenteando desde la montaña.
Cuando por momentos te cansas de la adrenalina que te pone al límite después de tanto zigzaguear al borde del vacío, y te dan deseos de bajarte y abrazar la "seguridad" de la pared de la montaña, aparece al pie de ésta un cartelito que reza: "Peligro, zona de derrumbe", desbaratando tus ilusiones e inyectándote más adrenalina.
Nuestro intempestivo chofer daba bocinazos en las curvas en U, con el precipicio y las nubes ladeando las ruedas de la combi. Realmente debo decir que tocar la bocina es la única forma en esas curvas, de dar a conocer a algún eventual conductor que circule en sentido opuesto, que el vehículo se aproxima.
El tramo inicial hasta Santa María fue tremendo. Subiendo las montañas y bordeando los precipicios. Llegamos a Santa Teresa para almorzar y pensamos que el siguiente tramo hasta la hidroeléctrica sería más tranquilo. Otra ilusión al tacho de basura. El recorrido final fue aún más duro, manteniendo las condiciones del trayecto anterior, pero esta vez en una carretera de piedras finas y sueltas. La ruta asfaltada había quedado atrás y ahora el camino era de pedregullo.
Llegamos por fin a la hidroeléctrica después de sortear un improvisado puente de madera que parecía realmente muy frágil. Tanto, que generó temor previo en los presentes.  Al ver hacia donde nos dirigíamos para cruzar el río que corría debajo, se escuchó una reacción generalizada: "¡¡nooo!!" No importaba el idioma del pasajero, la expresión de negación que ocultaba el pánico era universal.

Caminamos al lado de las vías del tren, entre el verde de la vegetación, las montañas y el río lindero, desde la represa hasta Aguas Calientes, llegando con la caída del sol a Machu Picchu Pueblo, en donde nos alojamos en un lugar que conocía Elena.

Al día siguiente, en otra jornada envuelta en sucesos inesperados, subiría por segunda vez a Machu Picchu, y también, enfrentaríamos el ascenso a la montaña de reputación peligrosa: el Huayna Picchu.





Puente, camino a Aguas Calientes.

miércoles, 2 de diciembre de 2015

Mi regreso a Cusco.


En la Plaza de Armas de Cusco.
"Volvimos a caer". Fue el encabezado de mi amigo Hernán en la nota del día de sus apuntes de viaje, temprano por la mañana. Acabábamos de llegar a un hostel de mala muerte en el Cusco. Parecía que repetiríamos la experiencia de los alojamientos de Villazón o Potosí, donde vivimos noches intranquilas.
Sucedió que llegamos algo cansados a la terminal de buses de la capital histórica del Perú, y confiados, a instancias mías, hicimos algo que sabíamos de antemano -desde antes de viajar-, que podría generarnos problemas en sitios como las terminales: aceptar la oferta de un tipo de traje, corbata, folleto satinado en mano con imágenes de un hostel de lujo. Y encima barato. Quedaba cerca de Plaza de Armas. Insistí. Mi amigo accedió, con la duda cifrada en la cara.
Nos llevaron en taxi, y al llegar, realmente el hostel no se parecía mucho al del folleto. Mal aspecto por fuera. Adentro nos recibe un muchacho que estaba tirado en un colchón. Era el recepcionista. Al lado, un sillón raído. No se veía ni escuchaba a nadie en las instalaciones, aunque supuestamente la gente dormía. Eran más de las 10 de la mañana. Con la incertidumbre dando paso a un sentimiento de desagrado creciente en ambos, pagamos. Ingresamos a la habitación, sucia, húmeda y fría. Hernán se tiró en una de las camas y empezó a escribir... "volvimos a caer...". Me lo leyó, con una sonrisa de resignación. Mi compañero se había adaptado a la situación, porque era su característica. Estaba en su naturaleza acomodarse a los imponderables, ceder algo personal para que gane el grupo. Me bañé, sintiendo la culpa crecer en mí. Aunque también se incrementaba el deseo de largarme de ahí. Finalmente luego de la ducha, con las ideas más claras, le dije: "vámonos". Nos fuimos. Le dijimos al muchacho que nos disculpara, no queríamos que nos devolviera el dinero porque ya le habíamos pagado y realmente nadie nos obligó a ir ahí. Fue una decisión apresurada, le dije que no nos gustaba el lugar, que no nos sentíamos seguros. Se excusó diciendo "es turístico". Parecía algo apesadumbrado. Saludamos y al salir, me sentí mejor. Le devolví a mi compañero el dinero que gastó. Luego de caminar un rato por el centro, terminamos alojados en La Posada del Corregidor, un buen hostel situado en la Plaza de Armas. Más caro, pero seguro.
Un día después, encontraríamos otro hostel algo más barato, cerca del centro. A la postre se convertiría probablemente en el mejor hostel en el que pernoctamos: el Dragonfly, en la calle Siete Cuartones. Allí conocimos a Elena, una muchacha italiana con la que compartiríamos parte del recorrido de los días venideros.
Era mi segunda vez en Cusco, ciudad a la que volvía luego de un año y 5 meses. Estuvimos una semana, recorriendo las calles de la ciudad y las ruinas de los alrededores, incluídos los complejos del Valle Sagrado de los Incas. Retorné al Koricancha o templo del Sol, lugar que dejó anécdotas divertidas con Hernán imitando a Alex, nuestro guía. Cusco es siempre maravillosa por su geografía de montañas vestidas de verde, su historia fruto de una suma de capas superpuestas al día de hoy -los períodos inca, colonial y moderno se mezclan en cada calle-, y su gente amable. A los 5 o 6 días, me sentí un cusqueño más. Recorría sus calles solo, apreciando cada detalle.
En Pisac.

Compramos el boleto turístico y recorrimos Pisac, Ollantaytambo, Qenqo, Sacsayhuamán, Tambomachay y Chincheros, entre otros sitios arqueológicos. Siempre me maravillan las terrazas de Pisac, las enormes piedras de la fortaleza de Sacsayhuamán o comerme un enorme choclo de maíz en Tambomachay al caer el sol por la tarde.
Encuentro internacional en una escalerita en San Blas. Con Elena (Italia) a mi izquierda, y amigos de Francia y Canadá.
Sumé en esta oportunidad a la lista de situaciones para destacar, la dificultad de mi amiga italiana para pronunciar "Ollantaytambo", un permanente motivo de diversión en los paseos. Quedaba para el final de la travesía por tierras peruanas, mi vertiginoso regreso a Machu Picchu. Un retorno que realmente fue como practicar un deporte extremo.
Pero esa historia, será para la próxima.
La imponencia de Sacsayhuamán.