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domingo, 24 de julio de 2016

De columpios, abismos, volcanes y tirolesas.


La decisión la tomé estando en mi dormitorio en San Carlos, mientras pensaba el viaje por Ecuador. Baños debía estar en el recorrido, la "Casa del Árbol" tenía que ser visitada y el "Columpio del Fin del Mundo", experimentado. Pasaron unos meses y ahora estaba allí haciendo la fila para hamacarme, estaba algo impresionado por la magnitud del paisaje del lugar y por la caída, pero no podía haber marcha atrás.
Quizá la foto más representativa del paso por Ecuador. Surge de un video hecho con la GoPro, editado con Androvid, una aplicación útil para editar videos que se descarga fácilmente con el celular.
Claro que me dio miedo, claro que dudaba y me parecía peligroso, no porque realmente lo fuera, sino por la sensación de riesgo que despertaba. Pero aún así, lo tenía que hacer porque era el costado de Fabio que me dominaba en ese momento. Si no lo hacía, me iba a arrepentir después. Además, había comprado la GoPro para hacer estas cosas.
Sentado en la pequeña silla puse mis manos en las amarras, una cuerda oficiaba de cinturón y otra de respaldo impidiendo mi caida al vacío. El hombre me empuja y en un instante me columpio sobre el cielo de Baños frente al temible Tungurahua. Cuatro o cinco aventones, un par de giros para que las amarras se enreden como el cordón de un zapato, el corazón latiendo rápido, algunos insultos al aire y me bajo temblando, pero con una sonrisa. Si cabe el uso del término "terror" como sensación experimentada, el mismo se da en el punto en donde te columpias más alto. La sensación se renueva al descender porque sabes que te volverán a empujar, esta vez más alto que la anterior. Y al final, de colofón, el giro que hace que el columpio dé una vuelta sobre sí mismo para luego desenredarse. La tensión se libera con risas y el recuerdo de alguna mala mamá...
Mis amigos filman y toman fotos, nadie ha muerto aquí y aunque la impresión visual del lugar puede ser fuerte, no te pasará nada salvo experimentar un fenomenal estallido de adrenalina. Adultos mayores, personas con sobrepeso y niños se columpian. Una intrépida niña se suelta de manos y estira sus brazos en la parte más alta que alcanza el trayecto de la hamaca. Cualquiera podría hacerlo, pero no todos lo hacen. Se trata de una atracción segura pero capaz de darte un buen susto. A la izquierda del columpio y más allá de la casa del árbol, el manto de nubes blancas oculta el verdadero peligro latente del lugar: el volcán. Para nuestra suerte, se encuentra inactivo.
Una abeja poliniza esta flor en el área de los columpios.

Abandonamos la casa del árbol, en mi caso con la satisfacción de haber cumplido un desafío previo que me había autoimpuesto, pero el día era joven aún y faltaba por recorrer...
Al cabo de un rato, nos dirigimos a la "ruta de las cascadas", otra área de Baños. A los costados de la carretera, por las laderas, pueden avisorarse regueros de ceniza y otros materiales de alguna reciente erupción del Tungurahua. Se distinguen de manera sencilla dado el color grisáceo que adquiere el paisaje en los tramos por donde los materiales volcánicos pasaron, y debido a la ausencia de vegetación.
Chiva vagabunda. Dimos un buen paseo por Baños a bordo de este singular vehículo.

Volviendo a lo de las cascadas, existe un enorme cañón recorrido por el río Pastaza, un afluente del Marañón (tributario del Amazonas). A este cañón vierten aguas varias cascadas que son un atractivo del lugar: el "Manto de la Novia", el "Pailón del Diablo", entre otras. De esta gran abertura por la que discurre allá abajo el Pastaza, que tiene en algunos tramos unos 500 metros de ancho, penden enormes cables que son empleados para la práctica del canopy (tirolesa) o la tarabita.
Brian y Sebastián se animan durante una de nuestras paradas en las cascadas, y los tres damos un paseo en tarabita, una cabina que propulsada por un motor recorre toda la extensión del cable en un viaje de ida y vuelta sobre el ancho del río a través del cañón.
Continuamos viaje hacia otra cascada y al detenernos, nos ponemos a observar como la gente se cuelga de un cable para recorrer todo el cañón. Algunos van acostados, otros sentados. Los más osados se cuelgan cabeza abajo como murciélagos. Se llama canopy. Hay mucha altura y el cañón es enorme: impresiona más que el columpio. Incluso al lado del cable para realizar el canopy, hay otro columpio todavía mayor y más intimidante que el de la casa del árbol.
Haciendo Canopy.

Me dedico a mirar junto a mis amigos. Al rato, imbuído por algo más que la simple curiosidad, se me ocurre subir a la tarima para otear el paisaje que ve la persona que está a punto de ser lanzada a través del cable. Mis amigos perciben algo y Sebastián empieza a azuzarme para que lo haga. Me parece una locura y primeramente lo desestimo, pero otra vez, no me muevo de ahí. Siento el deseo de hacerlo irrumpir en mi, me dejo llevar por esa creciente sensación y al cabo de unos minutos, estoy atado a un cable de 500 metros de largo recorriendo el ancho del cañón con la GoPro en la mano. La sensación es increíble. Me bajo al otro lado y comienzo a caminar ascendiendo por una ladera de montaña selvática a través de unas escaleras. Cansado, con poco aire y liberado de tensiones, vuelvo a colgarme del cable para retornar con mis amigos, ya relajado y disfrutando de volar sobre el sensacional paisaje de ríos y cascadas.
Otra del columpio.
La sensación era de satisfacción, de una suerte de deber cumplido para mi. Columpiarme era algo que tenía que hacer, y el canopy, un cierre tan espectacular como inesperado de una jornada de tensión liberada y mucha descarga de adrenalina.
Había culminado un día increíble plagado de aventura bajo la mirada altiva del amenazante Tungurahua, cubierto tras la bruma.






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