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viernes, 18 de septiembre de 2015

En bicicleta por la carretera más peligrosa del mundo.


Las puntiagudas cumbres de los Andes se levantaban a nuestro alrededor para terminar hundiéndose en un abismo de varios cientos de metros al borde de la carretera por donde transitábamos. A medida que salíamos de La Paz con rumbo el este, el terreno se volvía más escabroso.
Muchas de las carreteras en Bolivia y Perú están talladas en las laderas de las montañas, siendo realmente muy peligrosas.
Sector en donde comenzamos a probar el equipo (bici, casco, etc.). No es la carretera de la muerte aún.
El Camino a Los Yungas o popularmente conocido como "ruta o camino de la muerte" es una de las carreteras más peligrosas del mundo. Según algunas entidades como el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), la más peligrosa. Une las ciudades de La Paz -en pleno altiplano boliviano- y Coroico, ubicada al este ya en la entrada de la selva boliviana.
Se trata de una ruta de aproximadamente 80 km de tierra y piedras sueltas, con un trazado sinuoso que va en descenso, de curvas muy cerradas y donde a un lado del camino está la "seguridad" de la pared rocosa de la montaña, mientras que al otro, existe una gran caída que realmente impresiona. No hay guardarraíl ni nada que evite una caída al vacío de perder el dominio de un vehículo hacia esa dirección. Actualmente se utiliza una ruta nueva y más segura para que el gran tráfico realice el recorrido entre La Paz y Coroico, por lo que el "camino de la muerte" es usado por menos personas, incluídos aventureros en bicicleta como nosotros.

Transitando por una carretera asfaltada nos detuvimos en un punto a cierta distancia de La Paz. Descendimos de la camioneta, bajamos las bicicletas y nos pusimos el equipo: casco, rodilleras, coderas y el traje. Las bicicletas tenían buena suspensión y las ruedas se afianzaban lo necesario en el suelo, así que tomé confianza.
Comenzamos a recorrer camino por esa carretera asfaltada para probar el equipo y la bici. Hacía frío aunque el nocivo sol del altiplano ya empezaba a ascender por el firmamento.
La grúa intentando sin suerte traer el camión.

Increíblemente, momentos antes de empezar a recorrer nuestro destino noté un tumulto al costado de la ruta. Al acercarme veo un grupo de gente al borde del barranco mirando hacia abajo con naturalidad, como quien se encuentra con los vecinos en el almacén de la esquina a media mañana para charlar del clima, de la situación política o del partido del fin de semana.
El camión...
Comenzaba el recorrido.
Al lado, una grúa procuraba sin éxito alcanzar un camión que se había caído. Me asomé al precipicio y no alcancé a divisar el vehículo. Sin darle mucha relevancia al asunto me subí nuevamente a la bicicleta y con un atisbo de inconsciencia, retomé lo que venía haciendo como si nada.
Al borde de una fea caída.

Avanzamos hasta un punto en donde la carretera se bifurcaba. A la izquierda continuaba la carretera asfaltada o camino nuevo. A la derecha aparecía un estrecho sendero de piedras que doblaba a la izquierda perdiéndose tras la pared de la montaña, por lo que no se veía nada más, excepto las nubes, al nivel de los pies. Era el comienzo del "camino de la muerte".
A la izquierda, camino nuevo. A la derecha, "Death Road".
Así lo constataba el letrero colocado al pie del sendero.
Aquí, hasta 2006, morían entre 100 y 150 personas al año, luego el comienzo del uso de la carretera nueva hizo disminuir esa cifra a 30 o 40. En algunos puntos la caída llega a ser de hasta 800 metros.
Sin conocer estos últimos datos emprendimos el recorrido.
Hay cerca de un kilómetro de caída en el punto más profundo.

El paisaje que rodea el camino es realmente imponente si te atreves a mirar. Pero si algo aprendí de forma rápida, por pura intuición, fue a mantener la vista en el terreno. También la mente y las ideas. Nada había en mis pensamientos por fuera de ese sendero de tierra y piedra en bajada con curvas de hasta 180°. De tanto en tanto, divisaba cruces a mis pies. Un recordatorio permanente en la travesía de los que no volvieron. Debía prestar atención. Ya habría tiempo para otear el paisaje durante las paradas que hacíamos para tomar fotos y esperar a los que venían detrás.
Hacer el trayecto a lo largo de unos 60 km no es exigente físicamente, debido al descenso casi permanente. La dificultad radica en controlar la bicicleta debido a la velocidad que toma. Este inconveniente se agudiza tomando en cuenta las condiciones de la ruta, escarpada y zigzagueante. La velocidad, conjuntamente con las curvas y piedras del camino, hicieron que estuviera a punto de perder el control de la bicicleta en dos oportunidades, aunque afortunadamente siempre para el lado de la pared de la montaña. Alcancé -a duras penas en ambos casos-, a controlar la bicicleta y mantener el equilibrio.
La indicación que nos dio el guía antes de comenzar fue que nos mantuviéramos a la izquierda de la carretera, del lado del abismo, porque los vehículos que podían venir de frente, circulaban del lado de la pared de roca cubierta de vegetación. Me dije para mis adentros "ni loco". Así que rompí el mandato y me moví siempre del lado de la pared o por el centro de la carretera de la muerte. Pensaba "si viene un camión de frente y solo lo veo al doblar una curva cerrada, ya veré que hago".
El ancho de la carretera es muy reducido. Y es doble vía...

Al finalizar el trayecto, más de 60 kilómetros más abajo, rodeado de un paisaje selvático muy diferente al del inicio del recorrido, experimenté el mismo nivel de satisfacción que de alivio. Lo había logrado. Tenía una historia increíble para contar a mi regreso.
Soy el de más atrás. Me acerco temeroso al borde en una de las curvas más icónicas de la carretera de la muerte.

lunes, 14 de septiembre de 2015

En la morada del diablo en Potosí.

"¡Potsí, Potsí!", era la manera de pronunciar el nombre "Potosí" por parte de la gente de Uyuni, en la calle que daba a las distintas agencias de buses que realizaban el trayecto desde esta última ciudad hacia la principal urbe del departamento.
Cruce de calles en Potosí, el Cerro Rico al fondo.
Promocionaban el destino a los turistas que circulaban por la calle, al igual que otros que anunciaban la partida a lugares como Sucre, Cochabamba o La Paz.
Tomamos un bus a la noche, parecía un buen coche pero no había guarda y el chofer introdujo las mochilas grandes en la bodega sin darnos ningún tipo de identificación. Al preguntarle, respondió restándole importancia al asunto. Una vez arriba, acomodados en los asientos, noté que se filtraba una fresca brisa desde algún punto del bus que no pude identificar, era de noche tarde y me dí cuenta de que sería un viaje de más de 300 km con ráfagas de viento frío en la cara.
Calle desierta. El imponente cerro de 5000 metros domina la ciudad.
Un tipo ebrio nos incomodó un rato hasta que aparentemente quedó bajo los efectos de un sueño liviano, puesto que de tanto en tanto balbuceaba algunas palabras ininteligibles. Otro sujeto nos observaba de manera inquisitiva. Partimos en medio de los fuegos de las hogueras del día de San Juan, celebración tradicional en estas fechas por este lado del mundo. Mi viaje transcurrió entre la voz de Freddie Mercury y la canción "Cordillera de los Andes" de los Enanitos Verdes, motorcito que alimentó el sueño de viaje durante todo el año de preparación que llevó planear esta travesía que nos tenía a bordo de un vehículo por una carretera entre montañas, con rumbo a uno de los lugares que más expectativa previa generaba.
Llegamos a Potosí, una de las ciudades más altas del planeta situada a casi 4000 msnm, a la una de la madrugada. Cargada de historia latinoamericana, está situada en un ambiente totalmente árido al borde del imponente Cerro Rico, de 5000 metros de altura. La montaña es la cuna de la leyenda y uno de los puntos más atractivos del viaje.

Nos bajamos del bus y empezamos a caminar en busca de algún alojamiento. En medio de la oscuridad de la noche fría, una harapienta y verborrágica anciana nos amenaza tratándonos de "hijos de puta" señalándonos como los culpables de la tragedia del pueblo boliviano. Habla sobre el yugo bajo el que entiende que se han encontrado los suyos desde la época de la conquista, incitándonos en forma bastante agresiva a retornar a nuestro país a trabajar. Es un momento incómodo. Entiendo que probablemente al ver dos tipos blancos con mochilas descendiendo de un bus, caminando por la calle a esas horas, nos ve como europeos (de ascendencia europea en nuestro caso), haciéndonos el foco de su ira. De nada valió que me parara frente a ella para decirle que éramos uruguayos, continuó con su desprecio hablando con rencor desde un odio evidente. Sin más remedio, nos alejamos perplejos por la situación. Al día siguiente supe por la gente local que esta señora es una suerte de personaje de la ciudad, como lo suele haber en casi todas las ciudades. Volví a verla en la plaza cerca del mediodía, en la vereda de la iglesia caminando de lado a lado, arengando a un público imaginario con una voz enérgica que se oía desde cualquier punto del lugar donde estábamos.
Camino por una calle potosina.

Volviendo a la noche de nuestra llegada, buscando hostel por la calle durante la madrugada, desechamos uno porque al ingresar y recorrerlo nos cruzamos con el tipo que nos veía de forma extraña, como inquisitiva en el bus. Se paró y nos preguntó: "¿Y? ¿Qué habitación les dieron?". Tenía una desagradable mueca dibujada en el rostro. No se porqué, pero le respondimos. Luego le preguntamos, "¿y a tí?". Enigmáticamente, se dio media vuelta y se fue sin responder. Nos fuimos de ahí sin mediar palabra ante la sorpresa de la funcionaria que atendía en la recepción. Encontramos otro hostel cerca, era muy tarde y optamos por quedarnos. Dormimos, algo intranquilos. La experiencia de Villazón, el viaje hacia Potosí y lo vivido al descender del ómnibus nos habían puesto en alerta.
Nos levantamos temprano, dejamos el hostel y desayunamos. Comenzamos a buscar un vehículo que nos llevara al centro de la ciudad, las combis iban llenas y los taxis siempre ocupados, por lo que tardamos un buen rato en encontrar algo. Al fin un taxista paró y nos llevó al destino. Al bajarnos empezamos a caminar con la meta de encontrar una agencia que nos llevara inmediatamente al Cerro Rico para hacer un tour. Sabíamos que se hacían por la mañana. A escasos metros de caminata, mientras cargábamos las pesadas mochilas por las concurridas calles del centro de la ciudad procurando reunir el oxígeno necesario para alimentar nuestros pulmones, una mujer nos abordó. Caminando a mi lado, preguntaba si éramos turistas y si queríamos conocer la ciudad o el cerro, nos decía que tenía una agencia y que precisamente estábamos caminando hacia ésta. Aunque desconfiado, iba respondiendo a sus preguntas con monosílabos: "sí", "no". Hernán no hablaba e iba un poco detrás, probablemente más escéptico que yo. Sabíamos de antemano que la prudencia era una virtud ante este tipo de ofertas en la calle o en las terminales de buses. Como la agencia estaba de camino a la plaza, seguimos con ella. Al llegar a la puerta del local, parecía de buen aspecto. Nos miramos y sin mediar mucha palabra, entramos a la agencia. Había carteles de agradecimiento, notas de turistas escritas en distintos idiomas en donde la gente expresaba su conformidad con el tour realizado, felicitando a los dueños de la empresa por el servicio prestado. Todo estaba ordenado, averiguamos detalles del tour al Cerro Rico y de a poco se fueron yendo las dudas, se disipó la desconfianza y accedimos a realizar una de las grandes metas personales del viaje: entrar a la mina y vivir como un minero por al menos unas horas.

Nuestro guía sería Carlos, esposo de la señora que nos abordó en la calle, dueña de la agencia. Él no era un operador turístico, era minero experiente. Era lo que buscábamos, hacer un tour de verdad, no con un guía turístico, sino con un minero. Nos pasó a buscar, fuimos a su casa y nos pusimos la indumentaria de trabajo. Atavíados con el casco, la linterna, el uniforme y las botas, pasamos por un mercado para comprar dinamita, lejía, coca, soda y alcohol. Nos explicó con la autoridad de alguien que sabe de lo que habla porque lo vive a diario, la utilidad de alguno de estos implementos y emprendimos la travesía rumbo a la mina. Ascendiendo la montaña en la camioneta, los tres teníamos una vista magnífica de Potosí.
Nos adentramos en la mina, un oscuro mundo laberíntico que solo se ilumina tenuemente cuando irrumpe la tímida luz de la linterna.
Junto al "Tío" de Potosí, protector de los mineros.

Los esforzados trabajadores de la mina son en un 90% indígenas que viven justo debajo del cerro. Emplean las mejores horas de su vida en la temprana juventud (a veces demasíado temprana a juzgar por algunos rostros) entre el polvo y la negrura de alguna de las más de 200 bocaminas del coloso potosino buscando zinc, estaño y la esquiva plata.
Muchos de ellos llevan una vida vinculada a la fe cristiana bajo la luz del sol en la ciudad, pero en las tinieblas de la mina, lejos de la claridad diurna, adoran al "tío", o más precisamente al mismísimo diablo. La asociación con el diablo tiene un orígen católico establecido por los españoles al llegar y observar que los indígenas adoraban a un espíritu subterráneo en la oscuridad. Su nombre era Supay.
Solo la luz de la linterna y el flash de la cámara iluminan la oscuridad.
En muchas partes de la mina existen diversas esculturas dedicadas al "Tío" o "Supay". Pintado de rojo, con cuernos, pezuñas en vez de dedos en los pies, mirada malvada y pene erecto, el "Tío" es venerado por los mineros, es su protector, su "papá". Le ofrecen sacrificios de animales, coca, alcohol, soda y le encienden cigarros para luego colocárselos en la boca. Se insultan. Hablan de modo vulgar para que el "Tío" esté feliz y les ayude. Todo es a cambio de protección, y claro, suerte en la búsqueda de mineral. Son muchos los que a lo largo de siglos de explotación minera, han muerto ahí dentro víctimas de trabajos forzados, caídas, derrumbes o por enfermedades respiratorias derivadas de la prolongada exposición al polvo permanente que se desprende de las paredes por las detonaciones. Estar solo dentro de la mina sin conocerla puede ser una sentencia de muerte.
Otro "Tío". Si insultas, le gustará.

El minero es pobre y trabaja en cooperativas. Estas organizaciones de mineros obtienen con sus propios recursos la dinamita y demás herramientas de labor. Únicamente en caso de obtener mineral y venderlo, obtienen una paga. De lo contrario, no hay sueldo. Una parte de la ganancia es brindada como tributo al estado, que nada les proveé.
En el recorrido por uno de los incontables pasajes, me golpeé la cabeza porque hay partes en donde debes pasar agachado y supongo no alcancé a acostumbrarme a esta regla dentro de la mina. Salté para sortear pozos cuyos fondos no se veían en la oscuridad, atravesé puentes improvisados por los mineros, usé dinamita, mastiqué lejía y coca. Utilicé el alcohol -puro- como ofrenda a la Pachamama y al "tío", aunque no lo bebí. Me arrepiento, debí haberlo probado. No por placer de beber alcohol, sino por hacer empleo de esta tradición antiquísima a la usanza de ellos. Observé mineros trabajando y comprendí desde adentro, la tarea dura que llevan estos hombres. Aprendí a conocerlos con la cercanía que brinda el contacto directo con ellos, en la interacción. Los respeto. Respeto su modo de vida, hábitos y creencias. Nada me impide pensar sin embargo, que estas personas merecen ganarse la vida sin apostar la suya en el intento de progresar. Para ellos en cambio, la oportunidad de trabajar en la mina representa una tradición que se traspasa de generación en generación y en muchos casos un anhelo seductor de ganar buen dinero y lograr el sustento necesario para sus familias, siempre que vivan lo suficiente para conseguirlo...














Tensión en Villazón.

Hacía mucho frío en la madrugada al llegar a La Quiaca, localidad argentina enclavada al norte de la provincia de Jujuy en la frontera con Bolivia. Cruzamos a Villazón -del lado boliviano- en las primeras horas del día.
Paseando en compañía de un perro por el mercado de Villazón.
Nos encontrábamos a 3400 msnm.
Villazón, parece vacía.
Recorrimos varios hostales hasta dar con uno que nos convenció poco, pero más que los otros: el "Alojamiento Andaluz". No parecía Sevilla igual, la habitación era fría y el baño estaba afuera. La experiencia de tomar una simple ducha resultó toda una odisea. La puerta del baño se asemejaba a las de las tabernas del lejano oeste de las películas de cowboys. De madera, con una gran abertura arriba y otra similar abajo, no había luz y solo disponía de un par de tablones sueltos y húmedos para colocar la ropa seca, el piso estaba mojado y el agua del lluvero no llegó a calentar en ningún momento.
Fue la primera experiencia extrema del viaje. No fue subiendo una montaña ni haciendo ruta en bicicleta por un camino peligroso, fue en un baño de una pequeña localidad de apenas 30 mil habitantes en el sur boliviano.
Calle desierta.
A media mañana salimos a caminar por la ciudad bajo el fuerte sol altiplánico notando que se puede estar perfectamente de camiseta y short a plena luz de día. La ciudad presenta modestas casitas de adobe en un ambiente totalmente árido, no hay césped, ni árboles con hojas ni nada verde de origen natural en los alrededores. El polvo vuela en todas direcciones impulsado por un viento insistente, por momentos ni siquiera se veían personas en medio del caserío, que en muchos casos parecía realmente abandonado como en un pueblo fantasma. Era la segunda vez en Villazón que creía realmente estar formando parte de alguno de los films de la trilogía del dólar de Sergio Leone. Probablemente me faltó el sombrero de ala, algún cigarro o yuyo de los alrededores para saborear, un caballo y me habría convertido en un Clint Eastwood boliviano.
Recorriendo, nos encontramos de pronto en un amplio terreno al descampado en el que escuchamos gritos y percibimos movimiento. Había fútbol. Altura, sol a pleno, cancha de tierra, polvillo volando de aquí para allá, al igual que la pelota. Equipos uniformados, terna arbitral, perros callejeros y observadores preparando alguna parrilla con alimentos diminutos que costaba distinguir. Era domingo y me pareció estar de pronto en los terrenos de Liffa en San Carlos por Camino los Ceibos. Faltaba ver a los esforzados compañeros del Recreativo Secundario ir a disputar algún balón.
Hay basura por todas partes y no aparecen señales de que sea reciente en muchos casos, las pocas personas que vemos parecen cultivar un perfil subterráneo y cuando intentamos entablar conversación, son escuetos y no siempre nos queda la sensación de que nos comprenden bien. Un grafiti en la pared del cementerio rezaba "No son muertos los que en la tumba fría están, muertos son los que tienen muerta el alma y viven todavía".
La vida aquí parece regirse bajo una suerte de ley que definió la modesta y amable señora dueña de un restaurante que nos recibió en su local para el almuerzo: "Y bueno, que va ser, hay que resinarse(*)" *escrito como fue pronunciado.
La tarde nos encontró recorriendo las polvorientas callecitas de Villazón, caminando entre una multitud que andaba de feria: cuadras y cuadras de un interminable mercadito pleno de colores, sonidos y aromas. La actividad de la ciudad se centra sin duda alguna aquí.
Tomamos fotos y al cabo de un rato mi compañero detectó un par de miradas sospechosas entre la multitud, parecían observarnos. Desconfiados los vigilamos a ellos, y al cabo de un rato nos fuimos.
Un partido de Fútbol.

A la noche nos acostamos temprano para reponer energías. Vestidos, porque hacía mucho frío y las camas apenas contaban con sábana y una delgada colcha. La puerta de nuestra habitación en el segundo piso, apenas contaba con un pasador para trancar por dentro. Una hendija en la parte lateral de la puerta permitía husmear a cualquier malintencionado. Alertados por lo que había pasado en la tarde en el mercado, cerramos la puerta y pusimos un mueble pesado para reforzarla un poco más.
Al cabo de un rato, cuando aún no habíamos conciliado el sueño, golpearon la puerta. Sobresaltados, nos miramos. Mi compañero abrió la ventana de la habitación y las personas se presentaron como "policías". Desconfiamos. Sabíamos que en Bolivia uno de los modus operandi más comunes que utilizan los amigos de lo ajeno, es disfrazarse de policías con el único fin de robar al desprevenido. Querían que les abriéramos para ver nuestros documentos y revisar la habitación y realmente tenían aspecto de policías. Al final de cuentas nos encomendamos a la Pachamama y abrimos la puerta. Uno de ellos entró y apenas revisó la pieza observando debajo de las camas, mostramos las cédulas y atendimos su pregunta de "¿qué están haciendo en Bolivia?" con la naturalidad de quienes no tienen nada que ocultar. Parecieron convencerse, se disculparon y se retiraron. Nos acostamos nuevamente, intranquilos. La perspicacia de mi compañero, nacida de la acumulación de aventuras, le hacía desconfiar de la situación. ¿Y sí habían venido para ver quienes éramos, averiguar que teníamos y volvían más tarde para robarnos? El hostel no daba ninguna sensación de seguridad.
Pared del cementerio.
Hernán bajó a hablar con alguna de las personas que regenteaban el ahora lúgubre alojamiento, si es que había alguien. Mientras lo hacía divisó a los policías golpear otras puertas. Al encontrar a la dueña del hostel, preguntó, y en efecto se trataba de una "visita rutinaria" de los agentes de la ley, típicas de una pequeña pero concurrida ciudad fronteriza en donde no todas las personas que pasan tienen buenas intenciones. La señora pidió disculpas por las molestias y finalmente nos dispusimos a dormir como pudimos, presas de un sueño por momentos ligero, como si en el cuerpo estuviera encendida una especie de alarma biológica dispuesta a activarse al más mínimo movimiento o sonido.
Ingresando a Bolivia, a punto de cumplir un sueño. Hacia mucho frío.