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jueves, 3 de diciembre de 2015

Una travesía por la cornisa en las alturas de los Andes.



Las cruces se amontonan sobre el borde de la serpenteante ruta colindante con el abismo, durante buena parte de las siete horas de viaje en combi a través de esta anfractuosa vía. Un mínimo desvío del camino de esta carretera de un solo carril en dos sentidos nos haría caer al vacío, y quién sabe cuándo nos sacarían de ahí abajo, si es que se molestaban en ir a buscarnos.
En algunas carreteras bolivianas y peruanas perduran todavía carrocerías de autos, e incluso restos humanos abandonados en lo profundo de algunas de estas enormes grietas que dejó el levantamiento andino. Es una experiencia vertiginosa que puede poner los pelos de punta.
En mi regreso a Machu Picchu, decidimos poner un toque de aventura por puro placer, en respuesta a lo caro que resulta pagar a una agencia para realizar el camino del Inca. Descartamos llegar en tren -la vía de acceso en mi primera oportunidad- porque también es costoso, además de carente de emociones para dos treinteañeros con ansias de explorar.

Pagamos el pasaje a una de las tantas agencias que hay en las galerías de Plaza de Armas, y la combi fue a buscarnos temprano al día siguiente por el hostel Dragonfly. Había pasajeros de muchas partes del mundo: asiáticos, europeos, y nosotros dos, los uruguayos.
Con la cámara filmamos algunos videos interesantes que retratan las sensaciones que experimentamos durante este viaje que unía Cusco con la ciudad de Santa María, y ésta última con Santa Teresa, para luego iniciar una caminata de 10 km desde una represa hidroeléctrica hasta Aguas Calientes, o "Machu Picchu Pueblo", una localidad turística con aguas termales al pie del sitio sagrado de los Incas.
Al salir de Cusco el camino comenzó a ponerse escabroso y nuestro chofer parecía empeñado en adelantar vehículos. Conducía a una velocidad que nos pareció desmedida dadas las condiciones del terreno. Entiendo perfectamente que estos conductores están habituados a hacer esto todos los días, pero eso no impide que la adrenalina se apodere de mis sentidos. Es una sensación real. Te puedes caer. Y en este lugar, no tienes el control, como nos pasaba en camino a los Yungas en Bolivia, donde íbamos en poder de una bicicleta amos y señores de nuestros destinos. Aquéllo nos brindaba más seguridad, ahora dependíamos de otro.

El paisaje es bellísimo, verdes montañas, pared de cientos de metros de roca a un lado, abismo al otro, saltos de agua que caen de las laderas, improvisados puentes de una madera que parecía suelta, puestos para sortear algún pequeño río que baja serpenteando desde la montaña.
Cuando por momentos te cansas de la adrenalina que te pone al límite después de tanto zigzaguear al borde del vacío, y te dan deseos de bajarte y abrazar la "seguridad" de la pared de la montaña, aparece al pie de ésta un cartelito que reza: "Peligro, zona de derrumbe", desbaratando tus ilusiones e inyectándote más adrenalina.
Nuestro intempestivo chofer daba bocinazos en las curvas en U, con el precipicio y las nubes ladeando las ruedas de la combi. Realmente debo decir que tocar la bocina es la única forma en esas curvas, de dar a conocer a algún eventual conductor que circule en sentido opuesto, que el vehículo se aproxima.
El tramo inicial hasta Santa María fue tremendo. Subiendo las montañas y bordeando los precipicios. Llegamos a Santa Teresa para almorzar y pensamos que el siguiente tramo hasta la hidroeléctrica sería más tranquilo. Otra ilusión al tacho de basura. El recorrido final fue aún más duro, manteniendo las condiciones del trayecto anterior, pero esta vez en una carretera de piedras finas y sueltas. La ruta asfaltada había quedado atrás y ahora el camino era de pedregullo.
Llegamos por fin a la hidroeléctrica después de sortear un improvisado puente de madera que parecía realmente muy frágil. Tanto, que generó temor previo en los presentes.  Al ver hacia donde nos dirigíamos para cruzar el río que corría debajo, se escuchó una reacción generalizada: "¡¡nooo!!" No importaba el idioma del pasajero, la expresión de negación que ocultaba el pánico era universal.

Caminamos al lado de las vías del tren, entre el verde de la vegetación, las montañas y el río lindero, desde la represa hasta Aguas Calientes, llegando con la caída del sol a Machu Picchu Pueblo, en donde nos alojamos en un lugar que conocía Elena.

Al día siguiente, en otra jornada envuelta en sucesos inesperados, subiría por segunda vez a Machu Picchu, y también, enfrentaríamos el ascenso a la montaña de reputación peligrosa: el Huayna Picchu.





Puente, camino a Aguas Calientes.

miércoles, 2 de diciembre de 2015

Mi regreso a Cusco.


En la Plaza de Armas de Cusco.
"Volvimos a caer". Fue el encabezado de mi amigo Hernán en la nota del día de sus apuntes de viaje, temprano por la mañana. Acabábamos de llegar a un hostel de mala muerte en el Cusco. Parecía que repetiríamos la experiencia de los alojamientos de Villazón o Potosí, donde vivimos noches intranquilas.
Sucedió que llegamos algo cansados a la terminal de buses de la capital histórica del Perú, y confiados, a instancias mías, hicimos algo que sabíamos de antemano -desde antes de viajar-, que podría generarnos problemas en sitios como las terminales: aceptar la oferta de un tipo de traje, corbata, folleto satinado en mano con imágenes de un hostel de lujo. Y encima barato. Quedaba cerca de Plaza de Armas. Insistí. Mi amigo accedió, con la duda cifrada en la cara.
Nos llevaron en taxi, y al llegar, realmente el hostel no se parecía mucho al del folleto. Mal aspecto por fuera. Adentro nos recibe un muchacho que estaba tirado en un colchón. Era el recepcionista. Al lado, un sillón raído. No se veía ni escuchaba a nadie en las instalaciones, aunque supuestamente la gente dormía. Eran más de las 10 de la mañana. Con la incertidumbre dando paso a un sentimiento de desagrado creciente en ambos, pagamos. Ingresamos a la habitación, sucia, húmeda y fría. Hernán se tiró en una de las camas y empezó a escribir... "volvimos a caer...". Me lo leyó, con una sonrisa de resignación. Mi compañero se había adaptado a la situación, porque era su característica. Estaba en su naturaleza acomodarse a los imponderables, ceder algo personal para que gane el grupo. Me bañé, sintiendo la culpa crecer en mí. Aunque también se incrementaba el deseo de largarme de ahí. Finalmente luego de la ducha, con las ideas más claras, le dije: "vámonos". Nos fuimos. Le dijimos al muchacho que nos disculpara, no queríamos que nos devolviera el dinero porque ya le habíamos pagado y realmente nadie nos obligó a ir ahí. Fue una decisión apresurada, le dije que no nos gustaba el lugar, que no nos sentíamos seguros. Se excusó diciendo "es turístico". Parecía algo apesadumbrado. Saludamos y al salir, me sentí mejor. Le devolví a mi compañero el dinero que gastó. Luego de caminar un rato por el centro, terminamos alojados en La Posada del Corregidor, un buen hostel situado en la Plaza de Armas. Más caro, pero seguro.
Un día después, encontraríamos otro hostel algo más barato, cerca del centro. A la postre se convertiría probablemente en el mejor hostel en el que pernoctamos: el Dragonfly, en la calle Siete Cuartones. Allí conocimos a Elena, una muchacha italiana con la que compartiríamos parte del recorrido de los días venideros.
Era mi segunda vez en Cusco, ciudad a la que volvía luego de un año y 5 meses. Estuvimos una semana, recorriendo las calles de la ciudad y las ruinas de los alrededores, incluídos los complejos del Valle Sagrado de los Incas. Retorné al Koricancha o templo del Sol, lugar que dejó anécdotas divertidas con Hernán imitando a Alex, nuestro guía. Cusco es siempre maravillosa por su geografía de montañas vestidas de verde, su historia fruto de una suma de capas superpuestas al día de hoy -los períodos inca, colonial y moderno se mezclan en cada calle-, y su gente amable. A los 5 o 6 días, me sentí un cusqueño más. Recorría sus calles solo, apreciando cada detalle.
En Pisac.

Compramos el boleto turístico y recorrimos Pisac, Ollantaytambo, Qenqo, Sacsayhuamán, Tambomachay y Chincheros, entre otros sitios arqueológicos. Siempre me maravillan las terrazas de Pisac, las enormes piedras de la fortaleza de Sacsayhuamán o comerme un enorme choclo de maíz en Tambomachay al caer el sol por la tarde.
Encuentro internacional en una escalerita en San Blas. Con Elena (Italia) a mi izquierda, y amigos de Francia y Canadá.
Sumé en esta oportunidad a la lista de situaciones para destacar, la dificultad de mi amiga italiana para pronunciar "Ollantaytambo", un permanente motivo de diversión en los paseos. Quedaba para el final de la travesía por tierras peruanas, mi vertiginoso regreso a Machu Picchu. Un retorno que realmente fue como practicar un deporte extremo.
Pero esa historia, será para la próxima.
La imponencia de Sacsayhuamán.





lunes, 30 de noviembre de 2015

Un atardecer en el Altiplano en tren.

Escribo cuando el repiqueteo del tren sobre la vía que une Villazón y Uyuni me lo permite. Afuera cae la noche y en la penumbra del día que muere alcanza a dibujarse tímidamente, como renuente, la silueta de las montañas. Cada tanto se ven luces que corresponden a viviendas o a algún vehículo que circula por la carretera lindera. El polvo del altiplano se adhiere a los ventanales del tren, llegando a filtrarse a través de estos hacia el interior. Lo atestiguan la picazón que experimento en la garganta y la sequedad de mi boca.
Hoy abandonamos Villazón luego de desayunar en sus pintorescas calles, nos despidió la dueña de la agencia que contratamos para hacer el tour por el Salar de Uyuni, quien gentilmente nos preparó algo de comer. Con Ivonne charlamos de Villazón, de Bolivia y los bolivianos, del dolor frecuente que sienten ante el destrato de los peruanos tan iguales, de Uruguay, de los hijos y de nuestro viaje. Nos aconsejó cosas, opinó de otras e hizo sugerencias. Nos acompañó a la estación a tomar el tren y allí nos despedimos con un abrazo.
En el tren, mientras paramos en la estación de Tupiza, suena y se ve en la televisión un videoclip de Alejandro Fernández. Me refugio poniéndome auriculares para escuchar la inconfundible voz de Freddie Mercury. Del gran Farrokh Bulsara y la mítica Queen, paso a la canción más importante de mi vida desde hace 12 meses: "Cordillera", de los Enanitos Verdes, un motorcito que alimentó durante un año, cada día, el sueño de concretar este viaje.


Cada jornada laboral o de fin de semana, en distintas horas, con lluvia, frío o sol, escuché esta canción. Varias veces al día por momentos. Era mi máquina del tiempo. 

Estaba en San Carlos pero al mismo tiempo me teletransportaba a Bolivia y al Perú imaginando cada detalle de cada lugar: aromas, colores, música, sabores, la gente y lo que sería la experiencia de hacer este viaje.
El tren es confortable a pesar del polvo altiplánico que se filtra a través de las ventanas. Nos han colocado una alfombra roja apenas subimos. La experiencia de ir al vagón comedor a merendar o cenar se me hace similar a las películas de Indiana Jones. Tuvimos que cruzar de un vagón a otro en pleno movimiento, prácticamente a los saltos buscando mantener el equilibrio en el segmento de acople entre los vagones.
Llegamos a Uyuni por la madrugada, nos recibió una chola simpática que nos escoltó hacia el alojamiento que teníamos asignado. Era una habitación cómoda con agua caliente, abrigo suficiente en las camas y televisión. Fue el primer buen lugar donde dormimos, esta vez sin sobresaltos. Descansamos bien para reponer energías, al día siguiente esperaba uno de los puntos altos del viaje: el gigantesco desierto blanco, un tal Salar de Uyuni.




domingo, 29 de noviembre de 2015

En la tierra del viento y de los colores.


La Quebrada de Humahuaca es un caleidoscopio natural de colores. Los cerros tienen distintas tonalidades y esto es algo que se repite en buena parte del norte argentino.
Previamente habíamos abandonado Chile, dejando atrás San Pedro de Atacama, un pueblo enclavado en el desierto homónimo. Atrás había quedado una recorrida en bicicleta por el Valle de la Luna y el tránsito por el Paso de Jama, un pequeño callejón intermontano en el límite entre Chile y Argentina. Hacia mucho frío y el viento helado soplaba fuerte incrementando la gélida sensación. Lo comprobamos al bajar del ómnibus para realizar los trámites en la aduana, no sin antes recibir una advertencia del chofer, que con su tono norteño nos explicó que los perros habían detectado marihuana en uno de los bolsos de pasajeros, y que de no desecharla su portador, no saldríamos del Paso.
Con Hernán y Juan Carlos, el muchacho ecuatoriano.
Un hombre chileno con su hijo estaba delante de nosotros en la fila que conducía a la ventanilla de migraciones. La espera se alargaba porque la fila era extensa y el trámite de algunos pasajeros se demoraba. El niño vestía una camiseta de Nacional de Montevideo, lo que llamó nuestra atención. Era algo malcriado y después de quejarse varias veces por tener que esperar, fue a sentarse a cierta distancia de la fila, lo que provocó que su padre la abandonara también para ir a buscarlo.
Solucionado el trámite migratorio y el asunto del bolso con marihuana, emprendíamos viaje rumbo a San Salvador de Jujuy, aunque una charla con el chofer acerca de las conexiones entre la capital de provincia y otros destinos del norte argentino, modificó nuestro rumbo colocando el destino del viaje en Purmamarca -que está antes de llegar a San Salvador de Jujuy, viniendo del norte-.
El Cabildo, levemente hundido. Sumamente antiguo.
Descendimos del ómnibus a la tardecita luego de un viaje de muchas horas desde San Pedro hasta Purmamarca , acompañados por un ecuatoriano, el hombre chileno y su hijo. Con estos últimos ya habíamos tenido alguna conversación durante el viaje. El hombre contó que había estado varias veces en Uruguay, le encantaba el país, conocía bastante sobre éste, pensaba mudarse allí, e incluso, contrariando a sus compañeros de trabajo en Santiago, había apostado por Uruguay en el reciente polémico partido(*) entre la Celeste y la Roja por la Copa América.

(*) El día del dedo de Jara a Cavani.
Terminamos alojándonos todos en el mismo lugar aunque en habitaciones distintas. Nosotros compartimos la nuestra con el muchacho ecuatoriano y dos chicas francesas. La dueña del alojamiento era una señora mayor con el entrañable e inequívoco acento del norte, tremendamente simpática, además de empedernida fumadora. Escribiendo este pasaje de la nota de viaje recordé la anécdota de Babington sobre el Gaby Cedrés en una concentración, cuando contó que haber ingresado a la habitación de Cedrés había sido como “estar en Londres”. La sensación con la amable señora era similar.
A la noche los cinco recorrimos el pueblo y terminamos cenando en el local de una peña con música en vivo. Uno de los mozos se acerca a la mesa y pregunta si a alguno de nosotros le agrada el folklore argentino, le respondo con naturalidad que “sí”, y me regala un cd. En mi época pre rock, me pasé la adolescencia entre viejos cassettes y cds de Los Nocheros, Teresa Parodi, Mercedes Sosa, Los Tekis, Soledad, Raly Barrionuevo o los Chalchaleros, ¿cómo no iba a gustarme?
En las mesas hay gente de Mendoza y San Juan, provincias rivales. Lo recuerda con frecuencia y pícaramente, la artista sobre el escenario, tratando de animar la velada, lo que consigue exitosamente.
Hay mucha actividad en las calles y la gente aprovecha el comienzo de las vacaciones de invierno para hacer una visita a este pequeño y colorido pueblo del norte argentino. Los puestos de la feria están por todas partes, se escucha música y hay personas por doquier. Unas empanadas de jamón y queso que venden en la calle son exquisitas.
Visitamos el cerro de los 7 colores, una maravilla geológica. Creo que no se puede estar en el NOA sin pasar por Purmamarca, y no se puede estar en Purmamarca sin darse la oportunidad de sentir las ráfagas de viento seco, que arrastran el polvo amarillento por los rincones de la ciudad y su entorno, sin recorrer sus estrechas callecitas llenas de ferias sintiendo la música, percibiendo los colores del paisaje, el antiguo -y hundido-cabildo, o la vieja iglesia en la plaza principal con el centenario algarrobo a su lado.
Estar en Purmamarca fue como revivir muchas de las viejas canciones de la música popular argentina, con letras llenas de citas sobre lugares, personas y costumbres del norte.
Ver un algarrobo me recordó a la vieja "Chacarera del Rancho", que conocí por Los Nocheros. En el pasado nunca supe lo que era un algarrobo, hasta que en plena adolescencia, la siguiente estrofa de la canción me hizo apelar a un diccionario:

"Dentro de mi rancho colgao a un horcón 
tengo un violín, tengo un violín
es de algarrobo, también de mistol,
hecho por mi, hecho por mi"

Hoy, ví un algarrobo, en la cuna misma de las musas de estos formidables cantores.
   
Al ritmo de una chacarera o un carnavalito, nos despedimos de la Quebrada de Humahuaca, un lugar maravilloso.




miércoles, 7 de octubre de 2015

En La Paz: el techo del mundo.

En pleno altiplano boliviano a 3650 msnm se emplaza la ciudad de Nuestra Señora de La Paz, capital del país andino. Con una geografía fantástica rodeada de montañas y caseríos en sus laderas, caminar por las atestadas calles de La Paz puede resultar un desafío interesante. Similar a Potosí o Cusco, la dificultad de transitar por la capital boliviana se amplifica debido a su gran tamaño y las distancias que en oportunidades se deben recorrer.
El tránsito puede parecer caótico para el visitante extranjero. Algunas de las avenidas principales son en doble vía como en toda ciudad grande, pero el detalle curioso radica en que un solo carril puede quedar repleto de vehículos que circulan en la misma dirección ocupando todo el ancho de la vía en filas de hasta tres vehículos. Cuando el auto que está por delante avanza levemente, propicia un pequeño hueco por el que los vehículos que están detrás, intentan introducirse adelantando de esta manera a los que comparten fila.
Caminar distancias largas transportando peso no es muy recomendable aunque se puede hacer, dependiendo de la condición física que se tenga. Las calles suelen tener pendientes bastante inclinadas cuyo recorrido en ascenso requiere de un esforzado andar pausado. No hay que olvidar beber agua para contrarrestar una deshidratación que en la altura avanza más rápido y puede generar inconvenientes si no es atendida.
Una chola acomoda un pan de pasto en el Estadio Hernando Siles.
Nos alojamos en el confortable hotel Savoy –económico y de muy buena atención- en el centro de la ciudad y recorrimos sus calles, plazas y monumentos. Conocimos el Mercado de Brujas, el estadio Siles, la plaza Murillo y una suerte de ciudad dentro de otra: El Alto.
En realidad, El Alto, que parece un barrio grande de La Paz, es una enorme ciudad de casi 1 millón de habitantes que forma parte del área metropolitana de la capital boliviana. Como su nombre lo indica, es muy alta con sus más de 4000 msnm. Llegamos allí empleando una de las tres líneas de teleférico paceñas, una experiencia plenamente recomendable. Pocas cosas hay en La Paz más maravillosas que andar en esta cabina ambulante que pende de un cable observando la vista de esta bella ciudad, con el imponente nevado de Illimani detrás.
Todavía me veo caminando cuesta arriba con Hernán portando nuestras mochilas, procurando llegar a la calle desde donde había que tomar el teleférico para llegar a este lugar. Fueron 4 o 5 cuadras a puro esfuerzo, caminando un paso y respirando hondo antes de dar el siguiente. Mi amigo guardavidas, profesor de Educación Física y hombre de deportes, siempre llevó mejor este ejercicio. Pero a mi nunca me ha gustado ser menos, así que guerrero me dispuse a no perderle el paso, y a corta distancia -cuando no a la par- me mantuve.
Las combis son un medio de transporte muy utilizado aquí. Circulan a toda hora y puedes indicarle al conductor que se detenga en prácticamente cualquier punto de la calle. Aprendí el “modo boliviano” de hacer esta señalización, consistente en colocar el brazo perpendicular al cuerpo -como acá- y realizar un movimiento de arriba-abajo con la muñeca con el dedo índice apuntando al suelo.
Comer en La Paz es barato y entre la música que escuché en esta parte de Bolivia, en otras y en Perú o incluso Chile, sonó al menos 3 veces, la de una vieja banda uruguaya: Los Iracundos. En Copacabana, cerca de La Paz a orillas del Titicaca, me sorprendí en un bar nocturno escuchando el coro de voces de gente local tarareando una canción de los sanduceros, como si fuera un hit de Luis Miguel o Soda Stéreo. Me pasó lo mismo en el hostel de Copacabana con el dueño del alojamiento. No solo conocía las canciones sino parte de la historia del grupo, la etapa exitosa con Eduardo Franco, vocalista y co fundador de la banda.
Vista de La Paz y del Nevado de Illimani, una de las montañas más grandes del mundo, fuera de los Himalaya. Foto tomada desde teleférico.
En Bolivia los locales conocen música uruguaya que muchos compatriotas de mi edad desconocen, por no hablar de las generaciones más jóvenes de uruguayos.
En las penumbras del bar de Copacabana me dispuse a tomar una paceña con el taco de pool en la mano y los inoxidables Iracundos entonando algún añejo éxito latinoamericano.
Con cara de "feliz cumpleaños" en Plaza Murillo. Me rodean las palomas. Nunca vi tantas juntas.











































viernes, 18 de septiembre de 2015

En bicicleta por la carretera más peligrosa del mundo.


Las puntiagudas cumbres de los Andes se levantaban a nuestro alrededor para terminar hundiéndose en un abismo de varios cientos de metros al borde de la carretera por donde transitábamos. A medida que salíamos de La Paz con rumbo el este, el terreno se volvía más escabroso.
Muchas de las carreteras en Bolivia y Perú están talladas en las laderas de las montañas, siendo realmente muy peligrosas.
Sector en donde comenzamos a probar el equipo (bici, casco, etc.). No es la carretera de la muerte aún.
El Camino a Los Yungas o popularmente conocido como "ruta o camino de la muerte" es una de las carreteras más peligrosas del mundo. Según algunas entidades como el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), la más peligrosa. Une las ciudades de La Paz -en pleno altiplano boliviano- y Coroico, ubicada al este ya en la entrada de la selva boliviana.
Se trata de una ruta de aproximadamente 80 km de tierra y piedras sueltas, con un trazado sinuoso que va en descenso, de curvas muy cerradas y donde a un lado del camino está la "seguridad" de la pared rocosa de la montaña, mientras que al otro, existe una gran caída que realmente impresiona. No hay guardarraíl ni nada que evite una caída al vacío de perder el dominio de un vehículo hacia esa dirección. Actualmente se utiliza una ruta nueva y más segura para que el gran tráfico realice el recorrido entre La Paz y Coroico, por lo que el "camino de la muerte" es usado por menos personas, incluídos aventureros en bicicleta como nosotros.

Transitando por una carretera asfaltada nos detuvimos en un punto a cierta distancia de La Paz. Descendimos de la camioneta, bajamos las bicicletas y nos pusimos el equipo: casco, rodilleras, coderas y el traje. Las bicicletas tenían buena suspensión y las ruedas se afianzaban lo necesario en el suelo, así que tomé confianza.
Comenzamos a recorrer camino por esa carretera asfaltada para probar el equipo y la bici. Hacía frío aunque el nocivo sol del altiplano ya empezaba a ascender por el firmamento.
La grúa intentando sin suerte traer el camión.

Increíblemente, momentos antes de empezar a recorrer nuestro destino noté un tumulto al costado de la ruta. Al acercarme veo un grupo de gente al borde del barranco mirando hacia abajo con naturalidad, como quien se encuentra con los vecinos en el almacén de la esquina a media mañana para charlar del clima, de la situación política o del partido del fin de semana.
El camión...
Comenzaba el recorrido.
Al lado, una grúa procuraba sin éxito alcanzar un camión que se había caído. Me asomé al precipicio y no alcancé a divisar el vehículo. Sin darle mucha relevancia al asunto me subí nuevamente a la bicicleta y con un atisbo de inconsciencia, retomé lo que venía haciendo como si nada.
Al borde de una fea caída.

Avanzamos hasta un punto en donde la carretera se bifurcaba. A la izquierda continuaba la carretera asfaltada o camino nuevo. A la derecha aparecía un estrecho sendero de piedras que doblaba a la izquierda perdiéndose tras la pared de la montaña, por lo que no se veía nada más, excepto las nubes, al nivel de los pies. Era el comienzo del "camino de la muerte".
A la izquierda, camino nuevo. A la derecha, "Death Road".
Así lo constataba el letrero colocado al pie del sendero.
Aquí, hasta 2006, morían entre 100 y 150 personas al año, luego el comienzo del uso de la carretera nueva hizo disminuir esa cifra a 30 o 40. En algunos puntos la caída llega a ser de hasta 800 metros.
Sin conocer estos últimos datos emprendimos el recorrido.
Hay cerca de un kilómetro de caída en el punto más profundo.

El paisaje que rodea el camino es realmente imponente si te atreves a mirar. Pero si algo aprendí de forma rápida, por pura intuición, fue a mantener la vista en el terreno. También la mente y las ideas. Nada había en mis pensamientos por fuera de ese sendero de tierra y piedra en bajada con curvas de hasta 180°. De tanto en tanto, divisaba cruces a mis pies. Un recordatorio permanente en la travesía de los que no volvieron. Debía prestar atención. Ya habría tiempo para otear el paisaje durante las paradas que hacíamos para tomar fotos y esperar a los que venían detrás.
Hacer el trayecto a lo largo de unos 60 km no es exigente físicamente, debido al descenso casi permanente. La dificultad radica en controlar la bicicleta debido a la velocidad que toma. Este inconveniente se agudiza tomando en cuenta las condiciones de la ruta, escarpada y zigzagueante. La velocidad, conjuntamente con las curvas y piedras del camino, hicieron que estuviera a punto de perder el control de la bicicleta en dos oportunidades, aunque afortunadamente siempre para el lado de la pared de la montaña. Alcancé -a duras penas en ambos casos-, a controlar la bicicleta y mantener el equilibrio.
La indicación que nos dio el guía antes de comenzar fue que nos mantuviéramos a la izquierda de la carretera, del lado del abismo, porque los vehículos que podían venir de frente, circulaban del lado de la pared de roca cubierta de vegetación. Me dije para mis adentros "ni loco". Así que rompí el mandato y me moví siempre del lado de la pared o por el centro de la carretera de la muerte. Pensaba "si viene un camión de frente y solo lo veo al doblar una curva cerrada, ya veré que hago".
El ancho de la carretera es muy reducido. Y es doble vía...

Al finalizar el trayecto, más de 60 kilómetros más abajo, rodeado de un paisaje selvático muy diferente al del inicio del recorrido, experimenté el mismo nivel de satisfacción que de alivio. Lo había logrado. Tenía una historia increíble para contar a mi regreso.
Soy el de más atrás. Me acerco temeroso al borde en una de las curvas más icónicas de la carretera de la muerte.

lunes, 14 de septiembre de 2015

En la morada del diablo en Potosí.

"¡Potsí, Potsí!", era la manera de pronunciar el nombre "Potosí" por parte de la gente de Uyuni, en la calle que daba a las distintas agencias de buses que realizaban el trayecto desde esta última ciudad hacia la principal urbe del departamento.
Cruce de calles en Potosí, el Cerro Rico al fondo.
Promocionaban el destino a los turistas que circulaban por la calle, al igual que otros que anunciaban la partida a lugares como Sucre, Cochabamba o La Paz.
Tomamos un bus a la noche, parecía un buen coche pero no había guarda y el chofer introdujo las mochilas grandes en la bodega sin darnos ningún tipo de identificación. Al preguntarle, respondió restándole importancia al asunto. Una vez arriba, acomodados en los asientos, noté que se filtraba una fresca brisa desde algún punto del bus que no pude identificar, era de noche tarde y me dí cuenta de que sería un viaje de más de 300 km con ráfagas de viento frío en la cara.
Calle desierta. El imponente cerro de 5000 metros domina la ciudad.
Un tipo ebrio nos incomodó un rato hasta que aparentemente quedó bajo los efectos de un sueño liviano, puesto que de tanto en tanto balbuceaba algunas palabras ininteligibles. Otro sujeto nos observaba de manera inquisitiva. Partimos en medio de los fuegos de las hogueras del día de San Juan, celebración tradicional en estas fechas por este lado del mundo. Mi viaje transcurrió entre la voz de Freddie Mercury y la canción "Cordillera de los Andes" de los Enanitos Verdes, motorcito que alimentó el sueño de viaje durante todo el año de preparación que llevó planear esta travesía que nos tenía a bordo de un vehículo por una carretera entre montañas, con rumbo a uno de los lugares que más expectativa previa generaba.
Llegamos a Potosí, una de las ciudades más altas del planeta situada a casi 4000 msnm, a la una de la madrugada. Cargada de historia latinoamericana, está situada en un ambiente totalmente árido al borde del imponente Cerro Rico, de 5000 metros de altura. La montaña es la cuna de la leyenda y uno de los puntos más atractivos del viaje.

Nos bajamos del bus y empezamos a caminar en busca de algún alojamiento. En medio de la oscuridad de la noche fría, una harapienta y verborrágica anciana nos amenaza tratándonos de "hijos de puta" señalándonos como los culpables de la tragedia del pueblo boliviano. Habla sobre el yugo bajo el que entiende que se han encontrado los suyos desde la época de la conquista, incitándonos en forma bastante agresiva a retornar a nuestro país a trabajar. Es un momento incómodo. Entiendo que probablemente al ver dos tipos blancos con mochilas descendiendo de un bus, caminando por la calle a esas horas, nos ve como europeos (de ascendencia europea en nuestro caso), haciéndonos el foco de su ira. De nada valió que me parara frente a ella para decirle que éramos uruguayos, continuó con su desprecio hablando con rencor desde un odio evidente. Sin más remedio, nos alejamos perplejos por la situación. Al día siguiente supe por la gente local que esta señora es una suerte de personaje de la ciudad, como lo suele haber en casi todas las ciudades. Volví a verla en la plaza cerca del mediodía, en la vereda de la iglesia caminando de lado a lado, arengando a un público imaginario con una voz enérgica que se oía desde cualquier punto del lugar donde estábamos.
Camino por una calle potosina.

Volviendo a la noche de nuestra llegada, buscando hostel por la calle durante la madrugada, desechamos uno porque al ingresar y recorrerlo nos cruzamos con el tipo que nos veía de forma extraña, como inquisitiva en el bus. Se paró y nos preguntó: "¿Y? ¿Qué habitación les dieron?". Tenía una desagradable mueca dibujada en el rostro. No se porqué, pero le respondimos. Luego le preguntamos, "¿y a tí?". Enigmáticamente, se dio media vuelta y se fue sin responder. Nos fuimos de ahí sin mediar palabra ante la sorpresa de la funcionaria que atendía en la recepción. Encontramos otro hostel cerca, era muy tarde y optamos por quedarnos. Dormimos, algo intranquilos. La experiencia de Villazón, el viaje hacia Potosí y lo vivido al descender del ómnibus nos habían puesto en alerta.
Nos levantamos temprano, dejamos el hostel y desayunamos. Comenzamos a buscar un vehículo que nos llevara al centro de la ciudad, las combis iban llenas y los taxis siempre ocupados, por lo que tardamos un buen rato en encontrar algo. Al fin un taxista paró y nos llevó al destino. Al bajarnos empezamos a caminar con la meta de encontrar una agencia que nos llevara inmediatamente al Cerro Rico para hacer un tour. Sabíamos que se hacían por la mañana. A escasos metros de caminata, mientras cargábamos las pesadas mochilas por las concurridas calles del centro de la ciudad procurando reunir el oxígeno necesario para alimentar nuestros pulmones, una mujer nos abordó. Caminando a mi lado, preguntaba si éramos turistas y si queríamos conocer la ciudad o el cerro, nos decía que tenía una agencia y que precisamente estábamos caminando hacia ésta. Aunque desconfiado, iba respondiendo a sus preguntas con monosílabos: "sí", "no". Hernán no hablaba e iba un poco detrás, probablemente más escéptico que yo. Sabíamos de antemano que la prudencia era una virtud ante este tipo de ofertas en la calle o en las terminales de buses. Como la agencia estaba de camino a la plaza, seguimos con ella. Al llegar a la puerta del local, parecía de buen aspecto. Nos miramos y sin mediar mucha palabra, entramos a la agencia. Había carteles de agradecimiento, notas de turistas escritas en distintos idiomas en donde la gente expresaba su conformidad con el tour realizado, felicitando a los dueños de la empresa por el servicio prestado. Todo estaba ordenado, averiguamos detalles del tour al Cerro Rico y de a poco se fueron yendo las dudas, se disipó la desconfianza y accedimos a realizar una de las grandes metas personales del viaje: entrar a la mina y vivir como un minero por al menos unas horas.

Nuestro guía sería Carlos, esposo de la señora que nos abordó en la calle, dueña de la agencia. Él no era un operador turístico, era minero experiente. Era lo que buscábamos, hacer un tour de verdad, no con un guía turístico, sino con un minero. Nos pasó a buscar, fuimos a su casa y nos pusimos la indumentaria de trabajo. Atavíados con el casco, la linterna, el uniforme y las botas, pasamos por un mercado para comprar dinamita, lejía, coca, soda y alcohol. Nos explicó con la autoridad de alguien que sabe de lo que habla porque lo vive a diario, la utilidad de alguno de estos implementos y emprendimos la travesía rumbo a la mina. Ascendiendo la montaña en la camioneta, los tres teníamos una vista magnífica de Potosí.
Nos adentramos en la mina, un oscuro mundo laberíntico que solo se ilumina tenuemente cuando irrumpe la tímida luz de la linterna.
Junto al "Tío" de Potosí, protector de los mineros.

Los esforzados trabajadores de la mina son en un 90% indígenas que viven justo debajo del cerro. Emplean las mejores horas de su vida en la temprana juventud (a veces demasíado temprana a juzgar por algunos rostros) entre el polvo y la negrura de alguna de las más de 200 bocaminas del coloso potosino buscando zinc, estaño y la esquiva plata.
Muchos de ellos llevan una vida vinculada a la fe cristiana bajo la luz del sol en la ciudad, pero en las tinieblas de la mina, lejos de la claridad diurna, adoran al "tío", o más precisamente al mismísimo diablo. La asociación con el diablo tiene un orígen católico establecido por los españoles al llegar y observar que los indígenas adoraban a un espíritu subterráneo en la oscuridad. Su nombre era Supay.
Solo la luz de la linterna y el flash de la cámara iluminan la oscuridad.
En muchas partes de la mina existen diversas esculturas dedicadas al "Tío" o "Supay". Pintado de rojo, con cuernos, pezuñas en vez de dedos en los pies, mirada malvada y pene erecto, el "Tío" es venerado por los mineros, es su protector, su "papá". Le ofrecen sacrificios de animales, coca, alcohol, soda y le encienden cigarros para luego colocárselos en la boca. Se insultan. Hablan de modo vulgar para que el "Tío" esté feliz y les ayude. Todo es a cambio de protección, y claro, suerte en la búsqueda de mineral. Son muchos los que a lo largo de siglos de explotación minera, han muerto ahí dentro víctimas de trabajos forzados, caídas, derrumbes o por enfermedades respiratorias derivadas de la prolongada exposición al polvo permanente que se desprende de las paredes por las detonaciones. Estar solo dentro de la mina sin conocerla puede ser una sentencia de muerte.
Otro "Tío". Si insultas, le gustará.

El minero es pobre y trabaja en cooperativas. Estas organizaciones de mineros obtienen con sus propios recursos la dinamita y demás herramientas de labor. Únicamente en caso de obtener mineral y venderlo, obtienen una paga. De lo contrario, no hay sueldo. Una parte de la ganancia es brindada como tributo al estado, que nada les proveé.
En el recorrido por uno de los incontables pasajes, me golpeé la cabeza porque hay partes en donde debes pasar agachado y supongo no alcancé a acostumbrarme a esta regla dentro de la mina. Salté para sortear pozos cuyos fondos no se veían en la oscuridad, atravesé puentes improvisados por los mineros, usé dinamita, mastiqué lejía y coca. Utilicé el alcohol -puro- como ofrenda a la Pachamama y al "tío", aunque no lo bebí. Me arrepiento, debí haberlo probado. No por placer de beber alcohol, sino por hacer empleo de esta tradición antiquísima a la usanza de ellos. Observé mineros trabajando y comprendí desde adentro, la tarea dura que llevan estos hombres. Aprendí a conocerlos con la cercanía que brinda el contacto directo con ellos, en la interacción. Los respeto. Respeto su modo de vida, hábitos y creencias. Nada me impide pensar sin embargo, que estas personas merecen ganarse la vida sin apostar la suya en el intento de progresar. Para ellos en cambio, la oportunidad de trabajar en la mina representa una tradición que se traspasa de generación en generación y en muchos casos un anhelo seductor de ganar buen dinero y lograr el sustento necesario para sus familias, siempre que vivan lo suficiente para conseguirlo...














Tensión en Villazón.

Hacía mucho frío en la madrugada al llegar a La Quiaca, localidad argentina enclavada al norte de la provincia de Jujuy en la frontera con Bolivia. Cruzamos a Villazón -del lado boliviano- en las primeras horas del día.
Paseando en compañía de un perro por el mercado de Villazón.
Nos encontrábamos a 3400 msnm.
Villazón, parece vacía.
Recorrimos varios hostales hasta dar con uno que nos convenció poco, pero más que los otros: el "Alojamiento Andaluz". No parecía Sevilla igual, la habitación era fría y el baño estaba afuera. La experiencia de tomar una simple ducha resultó toda una odisea. La puerta del baño se asemejaba a las de las tabernas del lejano oeste de las películas de cowboys. De madera, con una gran abertura arriba y otra similar abajo, no había luz y solo disponía de un par de tablones sueltos y húmedos para colocar la ropa seca, el piso estaba mojado y el agua del lluvero no llegó a calentar en ningún momento.
Fue la primera experiencia extrema del viaje. No fue subiendo una montaña ni haciendo ruta en bicicleta por un camino peligroso, fue en un baño de una pequeña localidad de apenas 30 mil habitantes en el sur boliviano.
Calle desierta.
A media mañana salimos a caminar por la ciudad bajo el fuerte sol altiplánico notando que se puede estar perfectamente de camiseta y short a plena luz de día. La ciudad presenta modestas casitas de adobe en un ambiente totalmente árido, no hay césped, ni árboles con hojas ni nada verde de origen natural en los alrededores. El polvo vuela en todas direcciones impulsado por un viento insistente, por momentos ni siquiera se veían personas en medio del caserío, que en muchos casos parecía realmente abandonado como en un pueblo fantasma. Era la segunda vez en Villazón que creía realmente estar formando parte de alguno de los films de la trilogía del dólar de Sergio Leone. Probablemente me faltó el sombrero de ala, algún cigarro o yuyo de los alrededores para saborear, un caballo y me habría convertido en un Clint Eastwood boliviano.
Recorriendo, nos encontramos de pronto en un amplio terreno al descampado en el que escuchamos gritos y percibimos movimiento. Había fútbol. Altura, sol a pleno, cancha de tierra, polvillo volando de aquí para allá, al igual que la pelota. Equipos uniformados, terna arbitral, perros callejeros y observadores preparando alguna parrilla con alimentos diminutos que costaba distinguir. Era domingo y me pareció estar de pronto en los terrenos de Liffa en San Carlos por Camino los Ceibos. Faltaba ver a los esforzados compañeros del Recreativo Secundario ir a disputar algún balón.
Hay basura por todas partes y no aparecen señales de que sea reciente en muchos casos, las pocas personas que vemos parecen cultivar un perfil subterráneo y cuando intentamos entablar conversación, son escuetos y no siempre nos queda la sensación de que nos comprenden bien. Un grafiti en la pared del cementerio rezaba "No son muertos los que en la tumba fría están, muertos son los que tienen muerta el alma y viven todavía".
La vida aquí parece regirse bajo una suerte de ley que definió la modesta y amable señora dueña de un restaurante que nos recibió en su local para el almuerzo: "Y bueno, que va ser, hay que resinarse(*)" *escrito como fue pronunciado.
La tarde nos encontró recorriendo las polvorientas callecitas de Villazón, caminando entre una multitud que andaba de feria: cuadras y cuadras de un interminable mercadito pleno de colores, sonidos y aromas. La actividad de la ciudad se centra sin duda alguna aquí.
Tomamos fotos y al cabo de un rato mi compañero detectó un par de miradas sospechosas entre la multitud, parecían observarnos. Desconfiados los vigilamos a ellos, y al cabo de un rato nos fuimos.
Un partido de Fútbol.

A la noche nos acostamos temprano para reponer energías. Vestidos, porque hacía mucho frío y las camas apenas contaban con sábana y una delgada colcha. La puerta de nuestra habitación en el segundo piso, apenas contaba con un pasador para trancar por dentro. Una hendija en la parte lateral de la puerta permitía husmear a cualquier malintencionado. Alertados por lo que había pasado en la tarde en el mercado, cerramos la puerta y pusimos un mueble pesado para reforzarla un poco más.
Al cabo de un rato, cuando aún no habíamos conciliado el sueño, golpearon la puerta. Sobresaltados, nos miramos. Mi compañero abrió la ventana de la habitación y las personas se presentaron como "policías". Desconfiamos. Sabíamos que en Bolivia uno de los modus operandi más comunes que utilizan los amigos de lo ajeno, es disfrazarse de policías con el único fin de robar al desprevenido. Querían que les abriéramos para ver nuestros documentos y revisar la habitación y realmente tenían aspecto de policías. Al final de cuentas nos encomendamos a la Pachamama y abrimos la puerta. Uno de ellos entró y apenas revisó la pieza observando debajo de las camas, mostramos las cédulas y atendimos su pregunta de "¿qué están haciendo en Bolivia?" con la naturalidad de quienes no tienen nada que ocultar. Parecieron convencerse, se disculparon y se retiraron. Nos acostamos nuevamente, intranquilos. La perspicacia de mi compañero, nacida de la acumulación de aventuras, le hacía desconfiar de la situación. ¿Y sí habían venido para ver quienes éramos, averiguar que teníamos y volvían más tarde para robarnos? El hostel no daba ninguna sensación de seguridad.
Pared del cementerio.
Hernán bajó a hablar con alguna de las personas que regenteaban el ahora lúgubre alojamiento, si es que había alguien. Mientras lo hacía divisó a los policías golpear otras puertas. Al encontrar a la dueña del hostel, preguntó, y en efecto se trataba de una "visita rutinaria" de los agentes de la ley, típicas de una pequeña pero concurrida ciudad fronteriza en donde no todas las personas que pasan tienen buenas intenciones. La señora pidió disculpas por las molestias y finalmente nos dispusimos a dormir como pudimos, presas de un sueño por momentos ligero, como si en el cuerpo estuviera encendida una especie de alarma biológica dispuesta a activarse al más mínimo movimiento o sonido.
Ingresando a Bolivia, a punto de cumplir un sueño. Hacia mucho frío.