En mi listado mental de lugares récord a visitar, junto a la carretera más peligrosa, el lago navegable más alto o el mayor salar de la Tierra, había un rinconcito reservado para un sitio especial: el desierto de Atacama.
Su reputación de ser uno de los lugares más extremos del planeta se cimenta en la aridez casi absoluta de un territorio que abarca desde el sur de Perú hasta el norte de Chile. Los lugareños han afirmado en alguna oportunidad que en el desierto de Atacama "son más comunes las visitas de extraterrestres que las lluvias", expresión que tiene gran asidero puesto que aqui se han registrado extensos períodos que abarcan más de un siglo sin que se tenga registro de precipitación alguna en varios de los puntos más secos de este inhóspito ambiente.
Nuestro periplo por este longitudinalmente extenso desierto costero comenzó en los alrededores de la sureña Tacna, último emplazamiento urbano de importancia del Perú antes de ingresar a Chile. Al otro lado de la ventanilla del bus el paisaje va experimentando cambios, la vegetación escasea y todo se va tiñendo de amarillo.
Atravesamos el límite internacional con Chile en auto, previo papeleo en la oficina de migraciones. El recorrido nos llevó a Arica en donde alcancé a ver el morro de la ciudad, hito de esta urbe. Almorzamos en la terminal de buses y decidimos continuar viaje al sur hasta Iquique. Tras dos días en esta bonita ciudad cuyos relatos narraré en otra oportunidad, pasamos por Calama para llegar finalmente a San Pedro de Atacama, un pequeño y polvoriento pueblo turístico que tiene el atractivo de ser la puerta de entrada al desierto más seco del planeta. Allí nos alojamos.
Pusimos un pie en San Pedro de Atacama por la mañana, y a la tarde conducíamos en bicicleta hacia el Valle de la Luna, denominado así evidentemente por la similitud geomorfológica entre este paraje desértico y el único satélite natural del planeta.
Debo decir que me resultó bastante más costoso realizar los 13 km que separan San Pedro de Atacama del Valle de la Luna, que los más de 60 km del peligroso Camino a los Yungas en Bolivia. La carretera de Chile es mucho más lineal pero no es en descenso como el camino de la muerte boliviano, por el contrario existen algunas cuestas por donde se debe ascender por territorio pedregoso. La altura de más de 2200 msnm conspira también contra las posibilidades de esfuerzo físico.
Hay que pagar un ticket de ingreso a la entrada para luego adentrarse en un valle de curiosas formaciones rocosas que son el producto de la combinación del plegamiento andino y de millones de años de erosión, y donde una vez más, como en el Salar de Uyuni, la paz es absoluta. El silencio es total y nada perturba la calma del lugar. Uno tiene incorporado el concepto de silencio desde pequeño pero en estos lugares adquiere nuevas dimensiones. No hay nada allí que emita el más mínimo sonido. No se ven animales, ni plantas y ni siquiera sopla la más leve brisa.
Por otra parte en materia de relaciones humanas, la zona limítrofe entre Perú y Chile presenta huellas evidentes del pasado común de ambos países. La guerra del Pacífico tiene constantes recordatorios que se materializan a través de monumentos, estatuas, memoriales e incluso barcos de la época convertidos en museos. Los peruanos y bolivianos con los que hablo no suelen expresar palabras de afecto o cariño hacia los chilenos y si bien durante el viaje se disputa una Copa América de selecciones de fútbol que presenta partidos entre los combinados de los involucrados, uno intuye claramente que las diferencias exceden con creces lo deportivo y se sumergen en la historia, la política, economía y las sociedades de estos países. Las heridas no cicatrizadas de antiguas disputas, reclamos territoriales y otras rencillas menores de vecinos que configuran el pasado y presente de las diferentes realidades nacionales de cada uno, son motivo de encono.
Con Hernán en el Valle de la Luna. |
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