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jueves, 4 de febrero de 2016

Iquique, donde la tierra tiembla.

Cada esquina de la norteña ciudad chilena de Iquique es un permanente recordatorio de la amenaza de tsunami que cada tanto golpea sus costas.
En las cuadras que están próximas al océano hay carteles que advierten la necesidad de alejarse hacia el interior en caso de concretarse el arribo de la ola gigante. Si bien una parte de mi razona, insensata, que le gustaría experimentar aunque sea un ligero temblor, la otra parte más reflexiva reprime tan siquiera exteriorizar la loca idea.
En Uruguay los movimientos sísmicos son prácticamente inexistentes por lo que culpo a la curiosidad  -y a mi carácter de profesor de Geografía- el albergar ese alocado deseo de experimentar "algo". La verdad es que los terremotos en Chile no son un juego, sino terribles fenómenos que han provocado en este país algunas de las catástrofes más significativas desde que se tiene registro de desastres. La subducción de la placa de Nazca bajo la placa sudamericana, responsable del levantamiento de la cordillera andina, genera estos eventos en todo el territorio chileno. El peor jamás registrado se dio en este país en la década del 60 y fue tan descomunal la energia liberada, que provocó que los científicos modificaran la escala de Richter, que saturada, presentó inconvenientes para medir con precisión el gran terremoto.
Iquique es una ciudad de contrastes paisajísticos. La aridez del yermo y desolado desierto atacameño que la envuelve, contrasta con el vasto azul  del enorme Pacífico, el océano que baña sus costas. La rambla está salpicada de monumentos, edificios y espacios verdes en donde la gente sale a realizar su rutina de ejercicios. Todo es prolijo y muy bien cuidado. Por momentos me recuerda a Punta del Este o a Camboriú.
Nos alojamos en un hostel administrado por un peruano radicado en Chile desde hace varios años, encontrándonos a escasos metros de la playa.
Es una ciudad muy bonita, aunque algo más cara que varias ciudades peruanas y bolivianas en las que estuvimos. Además el peso chileno tiene tantos ceros que uno tiene la impresión de que por cada artículo, refresco o comestible está pagando un dineral.
La comida es rica, y mientras las reputadas olas del lugar invitan a los surfistas a practicar su deporte predilecto atrayendo a mi querido amigo Hernán, recorro buena parte de la ciudad y hasta me encuentro en un instante brindando explicaciones detalladas a una joven parejita chilena que va rumbo a Machu Picchu.
Por momentos me mimetizo con el entorno y no puedo evitar sentirme un habitante natural más del fantástico mundo latinoamericano y andino.



Las advertencias en las esquinas próximas a la costa.


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