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lunes, 18 de julio de 2016

La previa de un nuevo viaje.

En la víspera de una nueva aventura por tierra americana, organizo de a poco mis cosas, compro prendas de ropa, lentes de sol, una cámara nueva, protector solar y calzado. Es momento de reserva de pasajes de bus al aeropuerto, reuniones con el resto de los viajeros, gestionar hotel para el día de llegada y empezar a escribir algunas líneas de lo que será un nuevo diario de viaje. Leo artículos sobre seguridad, sitios atractivos e informes del tiempo. La expectativa crece.
 
Estoy a solo unos días de abordar un avión que me dejará junto a unos amigos en un destino nuevo en la mitad del mundo: el Ecuador. Se trata de un destino seleccionado casi por obra y gracia del descarte. Con Brian, Martín y Sebastián, habíamos evaluado diferentes sitios: Jamaica, Costa Rica, el caribe colombiano, el nordeste de Brasil y Europa Occidental. Por distintas razones fuimos desistiendo de escoger estos lugares y finalmente elegimos dejarnos seducir por este pequeño pero cambiante enclave del norte sudamericano. Los porqués se agolparon luego en la mochila de nuestras razones. Pocos países cuentan con el privilegio de tener una geografía tan variada en pocos kilómetros cuadrados: la costa, la sierra y la selva locales nos guiñan el ojo y nos invitan a conocerlas.
Un año atrás recorría parte del cono sur americano entre salares, lagos, desiertos y ciudades esculpidas hace siglos en las laderas de las montañas andinas. Fue el inicio de un viaje de un mes que me llevó por Argentina, Bolivia, Perú y Chile. Facebook me recuerda esta travesía mientras me preparo para comenzar otra.
Quiero volver a ver las montañas y aproximarme al volcán Chimborazo, el punto más cercano al sol y más alejado del centro de la Tierra debido al ensanchamiento del planeta en estas bajas latitudes. Anhelo poner un pie por primera vez en el hemisferio norte al llegar a la mitad del mundo, próximo a Quito. 
 
No sé todavía si realizaré algún deporte extremo al estilo andanzas en bicicleta al borde de un abismo de cientos de metros,  pero aparentemente el haber culminado con buen suceso esa travesía -la carretera de la muerte-, significa para mis amigos mi certificado de aventurero intrépido. Parecen aguardar que haga algo similar y no dejan de sorprenderme albergando tal expectativa. Tengo claro que de visitar Baños de Agua Santa, ir a la Casa del Árbol es una cita obligada. De estar allí, hamacarme en el Columpio del Fin del Mundo resultaría una tentación casi ineludible. Por mi cabeza ha pasado la idea de hacer puenting (bungee) y arrojarme al vacío con una cuerda elástica cayendo al precipicio. Nada menciono de todos maneras, porque hay que estar allí y sopesar la situación y las sensaciones en el lugar, antes de decidir qué hacer. Solo espero tener el valor necesario.







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